martes, 4 de febrero de 2014

Dioses, instituciones y hombres


Javier Benegas [en Vozpopuli.com]
Escribía Mario Vargas Llosa en 2011, a propósito de la serie televisiva The wire, ese colosal colage de la sociedad de Baltimore y, pese a su trasfondo pesimista, deslumbrante panegírico de la condición humana, que la mayor influencia que sus autores reconocían en ella era la de la tragedia griega, pues, en su historia, también la suerte de los individuos estaba fijada desde antes de nacer, por "unos dioses indiferentes" contra los que era inútil rebelarse.

Y es que en The wire tales eran las fuerzas “oscuras” que se abatían sobre la sociedad de Baltimore que la fatalidad no hacía distingos. Y se tratara de un alcalde novato y bienintencionado o de un paria de la calle que intentaba dejar atrás el gueto, parecía que una mano invisible moviera los hilos para que, del rey hacia abajo, todos fracasaran y quedasen a merced de un destino implacable. Una visión a priori determinista que, si no se digería de forma conveniente, podía trasladar al espectador la idea equivocada de que, en efecto, la suerte de todos los personajes estaba en manos de unos dioses indiferentes. Pero precisamente ahí emerge una de las grandezas de The wire: ser una obra tan abrumadora y totalizante que sus creadores no pudieron, o no quisieron, dar forma a los mensajes que emanarían de ella. De ahí que la conclusión fuera finalmente otra: los hombres no se rebelaban inútilmente contra unos dioses indiferentes sino contra sus propios demonios.
El infierno en la tierra
En efecto, tanto en esa espléndida serie televisiva como en la vida real, no son unos dioses indiferentes los que determinan el éxito o el fracaso de los individuos. Las poderosas fuerzas que condicionan las vidas de los hombres tienen su origen en otros lugares más terrenales, pensados, construidos y ocupados por personas; esto es, las más altas instituciones y, también, las organizaciones que habitan dentro de ellas y en sus periferia. Y es de éstas, y no de una presunta divinidad, de donde dimanan las normas y los incentivos que definen el entorno real en el que estamos compelidos a desenvolvernos. Por tanto, instituciones y organizaciones son esa mano que mueve los hilos. La otra, la de los dioses, no existe.
Sobre esta realidad nos prevenía The wire, mostrándonos el destino que aguarda a aquellas sociedades que, atrapadas dentro de unas instituciones y organizaciones desquiciadas, son incapaces de reconstruirse en lo político. Y para ello reproducía con asombroso realismo esa guerra sorda, de guerrillas –y sin embargo total–, entre el poder del dinero, el degradado sistema político y las aspiraciones, unas veces legítimas y otras no tanto, de los individuos. Y en ese cuadrilátero, en el que las normas formales acababan desvirtuándose, es donde sus personajes luchaban, conspiraban, sufrían y sangraban. Al final no importaba si quien se corrompía era alcalde, los altos mandos policiales, los periodistas, los ministros de los distritos (predicadores), los representantes sindicales o los jefes de las bandas que traficaban con la droga y con la muerte. Lo relevante era que todos tomaban sus decisiones estimulados por incentivos perversos. Y para prosperar, mantenerse a flote o simplemente salvar la vida, debían aceptar unas reglas del juego muy diferentes de esas otras normas formales que, se suponía, tenían que acatar.
La decrepitud institucional y la gran crisis de 2008
A pesar de retratar a una de las más decadentes ciudades de Estados Unidos (“The American ass”) y, más concretamente, sus instituciones y, por supuesto, esa otra institución informal y paralela, pero institución al fin y al cabo, que son los llamados bajos fondos o “The street” (ese espejo tenebroso en el que la agonizante civilización de Baltimore se desdobla), el universo que terminaba reconstruyendo The wire era tan vasto y complejo que desbordaba los límites físicos de la ciudad en la que se inspiraba, de tal forma que ya no retrataba a Baltimore o, siquiera, a Estados Unidos, sino el cada vez más inquietante lado oscuro de la sociedad occidental actual.
Y es ahora, transcurrido un tiempo prudencial, cuando The wireadquiere especial significado, pues tuvo el mérito de retratar la degradación institucional que precedió al cataclismo económico de 2008, y recreo a la perfección ese ambiente sofocante de decrepitud en sentido arquitectónico, de construcción, sin caer en el descreimiento hacia el ser humano. Porque el problema –y este era el mensaje optimista– no eran los individuos. Nadie, salvo excepciones, era malvado por naturaleza ni se volvía incompetente por propia voluntad, incluso había quienes se enfrentaban con desesperación a las ineficiencias del sistema, aunque de manera aislada y, por tanto, sin éxito. Sin embargo, en todos había un gen egoísta, un instinto de preservación que las degradadas instituciones y las pésimas organizaciones, siempre con el tintineo del dinero como música de fondo, exacerbaban.
Así, en vísperas de la gran crisis de 2008, The wire desnudó un sistema institucional por completo desquiciado, en el que los funcionarios de los colegios públicos de Baltimore, que tenían el mandato político de integrar a los chicos y chicas del gueto, eran contaminados por las generosas subvenciones que recibían para este cometido, y terminaban preocupándose más por conservarlas que por cumplir la misión encomendada; los fiscales y jueces se dedicaban a nadar y guardaba la ropa; los altos mandos policiales, carentes de iniciativa y desbordados por una delincuencia creciente, llegaban al extremo de ocultar los cadáveres de los asesinatos y falsear las estadísticas para agradar a los políticos y conservar sus cargos y privilegios; los predicadores se aferraban al dogma racial para vetar cualquier cambio que no fuera de su agrado. Los periodistas, con sus empleos pendiendo de un hilo, caían en la falta de rigor, el sensacionalismo y la burda mentira; y, por último, Tommy Carcetti, el alcalde idealista, que había llegado a la alcandía dispuesto a dar la vuelta a la ciudad como si fuera un calcetín, sucumbía ante las ineficiencias y resistencias del sistema. Y, para salvar su carrera, enterraba sus promesas regeneradoras y se traicionaba a sí mismo.
Si respiras veneno, exhalas veneno
The wire no optaba por doctrina económica o política alguna ni tampoco caía en esa tentadora pulsión moralizante, antaño tan del gusto del público norteamericano. Solo ofrecía una mirada aséptica, casi científica –y, sin embargo, piadosa–, hacia el ser humano y la sociedad. De ahí su empeño no ya en comprender o justificar la debilidad humana sino en relatarla exhaustivamente. Y el resultado fue demoledor, amén de premonitorio, pues nos mostró en tiempo real cómo la democracia se convierte en un medio para un fin, en vez de un fin en sí misma. Y, también, cómo sus valores fundamentales, que son la libertad, la igualdad y la civilidad, son masticados y escupidos por aquellos que pueden ante nuestra indiferencia, cuando no complicidad. Una lección magistral que en España, donde la degeneración institucional es infinitamente más intensa y profunda que en Estados Unidos, es muy urgente asimilar. Pues, contrariamente a lo que muchos creen,no son las personas las que están en decadencia, sino las instituciones y organizaciones que articulan nuestra sociedad. Y si éstas no son cambiadas, de nada servirá cambiar a las personas.
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