jueves, 23 de diciembre de 2010

No es la economía, es la Libertad, idiota

Es más que evidente que nos encontramos ante un cambio, casi un terremoto al que han puesto sordina, que es ya imposible parar. La gran cuestión es qué traerá consigo. Y, por ahora, mucho me temo que no será la Libertad ni el derecho a decidir que tanta falta nos hace. Porque si hay algo que caracteriza la mentalidad de los europeos –y, muy especialmente, la nuestra- es esa fascinación por la gran mentira sobre la que ya nos previno Hölderlin al escribir que “lo que ha hecho siempre del estado un infierno sobre la tierra es precisamente que el hombre ha intentado hacer de él su paraíso”.

El mayor problema no es tanto ya la decadencia de los supuestos valores occidentales, sino la pérdida casi completa de nuestra libertad individual. Y ello se ha hecho especialmente visible en el terreno de lo económico. Estamos prácticamente impedidos para emprender y crear riqueza. Las ideologías de izquierda y derecha, ambas obstinadas en planificar nuestras sociedades y reducir a la mínima expresión el ámbito de competencia de los individuos, han transformado a las personas en parias.

Pero lo peor de todo, lo que nos llena de un asfixiante pesimismo, es que ni la izquierda ni la derecha tienen previsto reformar este modelo político. Muy al contrario: ambas defienden con obscena vehemencia el actual status quo. Y se sienten cómodas combatiendo por el poder bajo unas reglas no escritas que limitan el daño infligido al adversario. En consecuencia, las víctimas son los ciudadanos.

Mientras José Luis Rodríguez Zapatero dice proveernos de “libertades”, la Libertad es reducida a su mínima expresión. Por su parte, Mariano Rajoy, aparentemente inocuo e indeciso, hace lo suyo excluyendo obstinadamente de su programa cualquier medida que vaya más allá de las reformas económicas. Y, por último, respecto a esa otra derecha que anida en el Partido Popular, valga como muestra el equivocado análisis de que hay que quitar competencias a las autonomías para devolverlas al Estado, cuando lo que realmente hace falta es devolver esas competencias a los ciudadanos.

Entre unos y otros, apenas queda resquicio para la transformación que necesitamos. Y tanto el PSOE como el PP, izquierda y derecha al uso patrio, parecen estar de acuerdo en lo fundamental: mantener a raya a los españoles.

Siempre se ha dicho que los españoles somos gente de extremos, porque vamos de la calma a la tempestad sin aviso previo; que somos seres viscerales, irreflexivos, temperamentales y demás sandeces. Esta socorrida imagen nos convierte en eternos adolescentes a los que hay que tutelar y atar en corto. Pero se omite que, en España, los gobernantes no han tenido sensibilidad alguna para ahorrar padecimientos a sus gobernados. Y una y otra vez han sobrepasado todas las líneas rojas con total impunidad, al no existir mecanismos de control que pudieran evitarlo. Hoy esos mecanismos siguen sin existir. Y por eso se genera la engañosa sensación de que la sociedad está anestesiada.

Si existiera una verdadera democracia, si los diputados fueran elegidos por distrito, si el poder judicial estuviera a salvo de los partidos políticos y los legisladores votaran en conciencia y de forma coherente con lo demandado por sus votantes, hace tiempo que los españoles habrían manifestado su desacuerdo y, lejos de verse abocados a ser seres implosivos y viscerales o, en su defecto, sin sangre en las venas, el sentido común habría prevalecido y, con él, el instinto de supervivencia.

Pero no. En España, la gente, los ciudadanos, los electores, sólo tienen a su alcance una papeleta trucada cada cuatro años. Un voto que, una vez es depositado en la urna, pone en marcha una maquinaria letal que es imposible parar. Y, si uno lo piensa detenidamente, esta democracia nuestra produce aprensión.

Estando así las cosas, es triste ver cómo la impotencia sólo alcanza ya a generar discursos voluntaristas, que abogan por poner en marcha nuevos negocios e ideas a tumba abierta, de tal forma que diríase que la solución queda reducida a contar con un ejército de heroicos emprendedores dispuestos a inmolarse en el altar de lo imposible. Ni una cosa ni la otra. No necesitamos que estos políticos que padecemos nos solucionen los problemas, porque es cierto que debemos ser nosotros quienes asumamos determinados riesgos. Ahora bien, para aceptar nuestra responsabilidad en el ámbito de lo privado antes deben devolvernos nuestra libertad individual y, de paso, sanear el sistema. Y para eso, o bien seguimos el guión del españolito que va de la calma a la tempestad sin mediar aviso, o bien de entre tanto político sin entrañas surge algún héroe, quizás un suicida, capaz de poner las bases de una profunda reforma.

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1 comentario:

  1. Queridos amigos.

    Suscribo íntegramente el artículo. Ya lo venimos diciendo desde hace años. El sistema que llamamos "democracia", tiene muy poco de demócrata. Unos partidos que van a monopolizar el poder siempre, evitando cambios que les perjudiquen, solo quieren del ciudadano su voto y su dinero. Con ambas cosas ellos se organizan para utilizar el poder en su propio provecho, dando mínimas cotas de libertad al ciudadano.

    Tan desatinada es esta democracia, que imposibilita en la práctica el acceso a la cámara a personas independientes, que quieran entrar en la misma para solucionar problemas ciudadanos. Ninguno de nosotros por muy preparados que estemos, podemos acceder a un escaño, si no es por designio de un "lider" de partido.

    Esta imposibilidad demuele la democracia, y nos condena a unas listas cerradas, donde se meten a personajes obscuros y desconocidos, que solo trabajarán, si es que trabajan, para su partido, nunca para los ciudadanos que les votaron.

    Este perverso sistema, no tiene visos de cambiar, salvo que una revolución ciudadana lo consiguiese. Para evitarlo el poder procura que la juventud beba y se drogue, y esas sean sus metas, y que el ciudadano se harte de telebasura y no razone.

    Muy poca gente está dispuesta a luchar por el cambio, y la sociedad se encuentra condenada a un servilismo total, aunque se les quiera convencer de que viven en una democracia.

    Respecto al paro, la situación del poder judicial y otras importantes cuestiones, el poder tampoco va a introducir mejoras.

    Podemos concluir, por desgracia, en que la sociedad en que vivimos está muy lejos, y cada vez más del concepto de democracia que defendieron los filósofos griegos.
    Tácito

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