viernes, 13 de julio de 2012

Esa parodia de Tribunal Constitucional

Juan Manuel Blanco [en Vozpopuli.com]
En 1856, el famoso mago Jean Eugène Robert-Houdin era enviado a Argelia por el Emperador Napoleón III en un intento de atajar la incipiente rebelión de los lugareños. Los trucos del habilidoso ilusionista debían convencer a los supersticiosos nativos de la grandeza del dominio colonial francés y de la superioridad de las leyes del Segundo Imperio.

No era la primera vez en la historia que el poder político se valía de juegos de manos e ilusionismo para legitimar sus decisiones. Tampoco la última pues, libre de los imprescindibles controles, el poder muestra una fuerte inclinación a escamotear la realidad, a desviar la vista del espectador de los hechos incómodos, a revestir de una pátina técnico-jurídica decisiones completamente arbitrarias o a utilizar subterfugios que le permitan vulnerar la legalidad a la vista de la opinión pública. En España, este papel estelar de prestidigitación corresponde hoy día al Tribunal Constitucional.

Hace unos días, los señores Rajoy y Rubalcaba acordaban el nombramiento de cuatro miembros del Tribunal Constitucional, dos por cada partido. Resulta sorprendente que no se alzasen sonoras voces de protesta ¿Cómo puede admitirse que los miembros del TC sean elegidos, de facto, por los jefes de los partidos?

No es un órgano judicial sino político

Aunque, sobre el papel, deba ser independiente y actuar con objetividad, hace ya muchos años que los partidos nombran por cuotas a los miembros de este alto tribunal, ejerciendo un notable control sobre su criterio y decisiones. La reproducción de la estructura partidaria es tan patente, que la prensa agrupa a los magistrados en un “sector progresista” y un “sector conservador”, caritativos eufemismos para denominar el partido del que depende cada uno de ellos. En realidad, no nos hallamos ante un órgano judicial sino ante una institución política.

Aquí se encuentra uno de los profundos defectos de diseño de nuestro sistema. El correcto funcionamiento de la democracia requiere un Tribunal Constitucional independiente, que juzgue con imparcialidad el encaje de las leyes dentro de las reglas del juego y sirva como mecanismo de control de ejecutivo y legislativo. Por ello, el manejo partidario de este tribunal es un hecho constitutivo de tal gravedad, que conduce a una quiebra de la confianza en las instituciones y a una sensación generalizada de inseguridad jurídica.
Las sentencias que emanan del Tribunal Constitucional se encuentran más determinadas por las órdenes que dictan las direcciones de los partidos que por la aplicación estricta, ecuánime y objetiva de la ley aunque sus miembros se revistan de una toga que otorga, aparentemente, una aureola técnico-jurídica, pretendidamente invulnerable a la crítica política. Un disfraz para presentar como el Oráculo de Delfos esa voz que recita al dictado de los políticos.

Si los partidos necesitan estirar algún artículo de la Constitución, encoger otro, interpretar un tercero de manera torticera o hacer mangas y capirotes con los principios del derecho, allí aparece el Tribunal Constitucional a un chasquido de dedos de los jefes de pista. Tarde o temprano encontrará la fórmula mágica para hacer desaparecer, a la vista del público, algún principio fundamental o un título entero de la Constitución.

Si lo que desean los dirigentes es tomar ciertas decisiones controvertidas sin cargar con el correspondiente coste político, el alto tribunal las revestirá de un envoltorio jurídico, sacando algún insospechado argumento de un inocente pañuelo de seda. A partir de ese momento, los gobernantes podrán sacudirse arteramente la responsabilidad y lavarse las manos muy ufanos mientras pronuncian la ya conocida cantinela: “nos guste o no, acatamos la sentencia”.

Si lo que pretenden los políticos es eludir o esquivar alguna sentencia del Tribunal Supremo que resulta perjudicial para sus intereses, como la condena de un miembro del partido o de algunos protegidos por la más elevada autoridad del Estado, el Tribunal Constitucional puede usar su varita mágica para que brote un copioso manantial de insólita jurisprudencia en una caja vacía.

Un penoso espectáculo de prestidigitación­

Con sus excelentes trucos de magia, el gran Robert-Houdin logró asombrar a los argelinos, convenciéndolos de la legitimidad del poder colonial francés. Sin embargo, nuestra casta política, en un absoluto menosprecio al respetable, se ha limitado a vestir con una toga a unos torpes figurantes que, como admitía la presidenta de la Comunidad de Madrid, son en realidad políticos disfrazados. Por ello, lejos de impresionar al más ingenuo de los espectadores, los toscos manejos acaban causando un creciente disgusto e indignación del público.

Y no es para menos. Las ajustadas mangas muestran ostensibles bultos con formas de conejo y paloma mientras un simulado serrucho, con evidentes dientes de gomaespuma, corta por la mitad un cajón de madera con dos sospechosos primos en su interior. Un lamentable espectáculo, merecedor no sólo de abucheo, pitos y bronca, sino de una lluvia de tomatazos dialécticos cada vez que los presuntos magos perpetran alguno de sus abominables números de prestidigitación. En cualquier país con una mínima noción del concepto de Separación de Poderes, el teatrillo de variedades habría sido clausurado por vulnerar todas las normas de higiene, limpieza y seguridad.

El correcto diseño de las instituciones, especialmente de aquellas que ejercen de árbitros imparciales, es de crucial importancia para fomentar la credibilidad, la confianza y el juego de contrapoderes en una nación. También para promover una seguridad jurídica que pueda impulsar el crecimiento económico y la creación de empleo.

Entre las muchas reformas urgentes que necesita nuestro carcomido y tremendamente corrupto sistema político, destaca un cambio profundo en la forma de elección de los miembros del Tribunal Constitucional, asegurando su competencia e imparcialidad. Sin descartar su desaparición y traspaso de sus funciones a algún otro órgano jurisdiccional.

Estaríamos ante un primer e importante paso para restaurar la Separación de Poderes y garantizar unos controles eficaces sobre los gobernantes. Y para comenzar a recuperar esa credibilidad que España ha perdido, completa y merecidamente, a los ojos del mundo.



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1 comentario:

  1. PRIMERO HAY QUE ACABAR CON EL DESPOTISMO NO ILUSTRADO DE LA CASTA MAFIOSA PARTITOCRATICA, es imposible regenerar nada con tales chupopteros manejando todos los resortes y pasando encima de casta a Dioses del olimpo. El borbonato o se transforma, o muere.. más bien los borbones y el fallido estado degenerado del 78 ya no sirven a nadie, excepto a los ladrones y masones del que somos protectorado carnaza.

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