Juan Manuel Blanco [en Vozpopuli.com]
Estaríamos ante un primer e importante paso para restaurar la Separación de Poderes y garantizar unos controles eficaces sobre los gobernantes. Y para comenzar a recuperar esa credibilidad que España ha perdido, completa y merecidamente, a los ojos del mundo.
En 1856, el famoso mago Jean Eugène Robert-Houdin era enviado
a Argelia por el Emperador Napoleón III en un intento de atajar la
incipiente rebelión de los lugareños. Los trucos del habilidoso
ilusionista debían convencer a los supersticiosos nativos de la grandeza
del dominio colonial francés y de la superioridad de las leyes del
Segundo Imperio.
No era la primera vez en la historia que el poder político se valía
de juegos de manos e ilusionismo para legitimar sus decisiones. Tampoco
la última pues, libre de los imprescindibles controles, el poder muestra
una fuerte inclinación a escamotear la realidad, a desviar la vista del
espectador de los hechos incómodos, a revestir de una pátina
técnico-jurídica decisiones completamente arbitrarias o a utilizar
subterfugios que le permitan vulnerar la legalidad a la vista de la
opinión pública. En España, este papel estelar de prestidigitación corresponde hoy día al Tribunal Constitucional.
Hace unos días, los señores Rajoy y Rubalcaba acordaban el
nombramiento de cuatro miembros del Tribunal Constitucional, dos por
cada partido. Resulta sorprendente que no se alzasen sonoras voces de
protesta ¿Cómo puede admitirse que los miembros del TC sean elegidos, de facto, por los jefes de los partidos?
No es un órgano judicial sino político
Aunque, sobre el papel, deba ser independiente y actuar con
objetividad, hace ya muchos años que los partidos nombran por cuotas a
los miembros de este alto tribunal, ejerciendo un notable control sobre
su criterio y decisiones. La reproducción de la estructura partidaria es
tan patente, que la prensa agrupa a los magistrados en un “sector
progresista” y un “sector conservador”, caritativos eufemismos para
denominar el partido del que depende cada uno de ellos. En realidad, no nos hallamos ante un órgano judicial sino ante una institución política.
Aquí se encuentra uno de los profundos defectos de diseño de nuestro
sistema. El correcto funcionamiento de la democracia requiere un
Tribunal Constitucional independiente, que juzgue con imparcialidad el
encaje de las leyes dentro de las reglas del juego y sirva como
mecanismo de control de ejecutivo y legislativo. Por ello, el manejo partidario de este tribunal es un hecho constitutivo de tal gravedad, que conduce a una quiebra de la confianza en las instituciones y a una sensación generalizada de inseguridad jurídica.
Las sentencias que emanan del Tribunal Constitucional se encuentran
más determinadas por las órdenes que dictan las direcciones de los
partidos que por la aplicación estricta, ecuánime y objetiva de la ley
aunque sus miembros se revistan de una toga que otorga, aparentemente,
una aureola técnico-jurídica, pretendidamente invulnerable a la crítica
política. Un disfraz para presentar como el Oráculo de Delfos esa voz que recita al dictado de los políticos.
Si los partidos necesitan estirar algún artículo de la Constitución, encoger otro, interpretar un tercero de manera torticera o hacer mangas y capirotes con los principios del derecho,
allí aparece el Tribunal Constitucional a un chasquido de dedos de los
jefes de pista. Tarde o temprano encontrará la fórmula mágica para hacer
desaparecer, a la vista del público, algún principio fundamental o un
título entero de la Constitución.
Si lo que desean los dirigentes es tomar ciertas decisiones
controvertidas sin cargar con el correspondiente coste político, el alto
tribunal las revestirá de un envoltorio jurídico, sacando algún
insospechado argumento de un inocente pañuelo de seda. A partir de ese
momento, los gobernantes podrán sacudirse arteramente la responsabilidad
y lavarse las manos muy ufanos mientras pronuncian la ya conocida
cantinela: “nos guste o no, acatamos la sentencia”.
Si lo que pretenden los políticos es eludir o esquivar alguna sentencia del Tribunal Supremo
que resulta perjudicial para sus intereses, como la condena de un
miembro del partido o de algunos protegidos por la más elevada autoridad
del Estado, el Tribunal Constitucional puede usar su varita mágica para
que brote un copioso manantial de insólita jurisprudencia en una caja
vacía.
Un penoso espectáculo de prestidigitación
Con sus excelentes trucos de magia, el gran Robert-Houdin logró
asombrar a los argelinos, convenciéndolos de la legitimidad del poder
colonial francés. Sin embargo, nuestra casta política, en un absoluto
menosprecio al respetable, se ha limitado a
vestir con una toga a unos torpes figurantes que, como admitía la
presidenta de la Comunidad de Madrid, son en realidad políticos
disfrazados. Por ello, lejos de impresionar al más ingenuo de
los espectadores, los toscos manejos acaban causando un creciente
disgusto e indignación del público.
Y no es para menos. Las ajustadas mangas muestran ostensibles bultos
con formas de conejo y paloma mientras un simulado serrucho, con
evidentes dientes de gomaespuma, corta por la mitad un cajón de madera
con dos sospechosos primos en su interior. Un lamentable espectáculo,
merecedor no sólo de abucheo, pitos y bronca, sino de una lluvia de
tomatazos dialécticos cada vez que los presuntos magos perpetran alguno
de sus abominables números de prestidigitación. En cualquier país con
una mínima noción del concepto de Separación de Poderes, el teatrillo de
variedades habría sido clausurado por vulnerar todas las normas de
higiene, limpieza y seguridad.
El correcto diseño de las instituciones, especialmente de aquellas
que ejercen de árbitros imparciales, es de crucial importancia para
fomentar la credibilidad, la confianza y el juego de contrapoderes en
una nación. También para promover una seguridad jurídica que pueda
impulsar el crecimiento económico y la creación de empleo.
Entre las muchas reformas urgentes que necesita nuestro carcomido y tremendamente corrupto sistema político, destaca un cambio profundo en la forma de elección de los miembros del Tribunal Constitucional,
asegurando su competencia e imparcialidad. Sin descartar su
desaparición y traspaso de sus funciones a algún otro órgano
jurisdiccional.
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PRIMERO HAY QUE ACABAR CON EL DESPOTISMO NO ILUSTRADO DE LA CASTA MAFIOSA PARTITOCRATICA, es imposible regenerar nada con tales chupopteros manejando todos los resortes y pasando encima de casta a Dioses del olimpo. El borbonato o se transforma, o muere.. más bien los borbones y el fallido estado degenerado del 78 ya no sirven a nadie, excepto a los ladrones y masones del que somos protectorado carnaza.
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