"España entera
necesita una revolución en el gobierno radicalmente, rápidamente, brutalmente;
tan brutalmente que baste para que los que estén distraídos se enteren, para
que nadie pueda ser indiferente y tengan que pelear hasta aquellos mismos que
asisten con resolución de permanecer alejados". No, no fue Francisco Largo Caballero, ni Dolores Ibárruri, quien pronunció esta
frase. Ni siquiera Manuel Azaña. La
cita corresponde a Antonio Maura,
líder del partido conservador, presidente del gobierno a principios del siglo
XX, una de las grandes figuras de la Restauración.
Consciente de la gravedad de la crisis de 1898, Maura abogó por una revolución desde arriba, una fuerte iniciativa de las élites políticas para reformar profundamente el sistema, moralizar la vida pública y despertar a amplios segmentos sociales, ajenos e indiferentes a esa política elitista, caciquil, lejana a las preocupaciones de la población. Había que propiciar una movilización de amplios sectores de la ciudadanía fuera del marco del clientelismo, unas gentes movidas por principios e ideas que se integrasen en el proceso político. Descuajar el caciquismo y transformar profundamente un Parlamento al que definió, sin pelos en la lengua, como "asilo de la politiquería, refugio de caciques y mangoneadores, tribuna de charlatanes, tertulia de chismosos, trampolín de vividores, plataforma de mediocridades". A pesar del siglo transcurrido, los calificativos describen bastante bien los parlamentos actuales, nacionales y autonómicos.
Algunos políticos de la época sabían que el sistema se
encontraba muy alejado de las necesidades de la sociedad, que era
imprescindible una profunda regeneración que permitiera a España alcanzar el
tren de la modernidad. Pero el anquilosado Régimen se mostró incapaz de
evolucionar hacia un sistema abierto, objetivo, de libre acceso. Las reformas
propuestas por el político mallorquín, y otros, toparon con fuerte resistencia
de los grupos de intereses: nunca se llevaron a término. Y los conflictos
larvados desembocarían en la dictadura, la república y la guerra civil.
La Restauración
"juancarlista"
Demasiadas
similitudes, rasgos comunes, comparte el régimen de la Restauración canovista con
el régimen de la Transición, o Restauración "juancarlista". Dos
regímenes cerrados, basados en un turno de partidos, fuerte clientelismo, reparto
de favores, extensas estructuras caciquiles y una prensa comprada por el poder.
Pero existen enormes diferencias en la calidad de sus líderes. Hace un siglo
existían dirigentes que, aún alejados del juego limpio y cercanos a la
corrupción, poseían cierta altura intelectual. Y una visión de España, de sus
problemas, de los cambio necesarios para garantizar el futuro.
Hoy, los perversos
mecanismos de selección han generado una clase política insustancial, incapaz
de trascender lo inmediato, refractaria al debate de ideas, solo preocupada por
su permanencia en el poder, por mezquinos intereses particulares. Unos
sujetos que sólo conocen el color del dinero. Las maquinarias partidistas
favorecieron a los individuos carentes de escrúpulos, estilo o elegancia, excluyendo
a quienes mostraban ideales, visión de futuro. Y la élite transformó la
política en un cambalache donde todo era negociable, donde el mantenimiento del
puesto justificaba cualquier aberración, la más flagrante arbitrariedad. Ahora los
trapicheos reciben el nombre de pactos postelectorales.
Maura no acertó de pleno pero percibió los graves problemas,
esos peligros que amenazaban a España. Era consciente, como algunos de sus
coetáneos, de la necesidad de cambiar radicalmente el rumbo. Los dirigentes actuales carecen de visión,
principios o proyecto de futuro. Se revuelcan el lodo de las conspiraciones
partidarias, en la política del gesto, de la imagen sin sustancia. En el siglo
transcurrido, la calidad de los dirigentes ha degenerado hasta extremos
inconcebibles. La política actual es un potente imán para pícaros, arribistas e
indocumentados. Y las formas y estilos de los nuevos partidos no auguran nada
bueno.
Cuando Mariano
Rajoy llegó al gobierno, muchos albergaban la esperanza de que
emprendería urgentemente la reforma política imprescindible en una etapa tan
crítica de la historia de España. O, al menos, que se lo plantearía. El Régimen
se hallaba en un avanzado estado de descomposición; solo unos cambios profundos
y radicales podrían salvarlo. Había que restaurar
la separación de poderes, los controles, los órganos independientes, la
fiabilidad de las instituciones. Limitar las relaciones personales, el
intercambio de favores, fomentar la objetividad la neutralidad de los órganos
del Estado, las normas universales e iguales para todos. Aunque Rajoy no
se moviera por convicción o principios, lo haría por absoluta necesidad, para
garantizar la estabilidad, la supervivencia del Régimen. Y el futuro de la
hipertrofiada clase política.
Rajoy: abúlico, indolente y...
miope
Pero Mariano dejó
pasar el tiempo, se limitó a atender lo inmediato. Desperdició la ocasión que le brindaba la mayoría absoluta y un público
golpeado por la crisis, muy receptivo a los cambios. Pensó que el crecimiento
económico aplacaría la ira de las gentes, que las aguas volverían
a su cauce y los ciudadanos regresarían al redil, devolviendo su confianza a
los partidos tradicionales. Incluso alimentó a un movimiento como Podemos para privar
de una porción de tarta electoral al PSOE. Seguía anclado mentalmente al desdibujado
esquema izquierda-derecha. Y a ese triunfalista y falso relato de la
Transición, a la imagen de un Régimen político perfecto, envidia y modelo para otros
países, ejemplarizado nada menos que ¡en la figura de Juan Carlos! Quizá Rajoy consideraba que el latrocinio
generalizado, la extrema putrefacción, el reparto de prebendas a granel,
constituían el cauce normal de la política, su única y exclusiva expresión.
Rajoy no sólo es abúlico e indolente. También
miope, falto de esa visión profunda, de largo plazo, que caracteriza a los
grandes estadistas. Una
carencia extensible a toda la clase política actual y, por lo visto, a la que
llega. Aunque los dos regímenes muestren similitudes, los líderes actuales
distan mucho de los Silvela, Maura o Canalejas. De esos hombres convencidos de que el verdadero político
no podía ser un mero conspirador, un tipo conocedor de todas las argucias,
tretas y triquiñuelas para alcanzar el poder y aprovecharse de él. Debía
combinar la astucia con un proyecto de futuro, principios y perspectiva de
largo plazo. Y permanecer atento a los anhelos y necesidades de los ciudadanos.
Eran plenamente conscientes de que, sin ello, sin las adecuadas reformas, el
sistema acabaría naufragando, hundiéndose, abriendo el camino a una era de gran
inestabilidad. Lo malo es que acertaron.
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Haber confiado en la capacidad y valor del gallegón posmoderno Rajoyete ERA DE ILUSOS.
ResponderEliminarPedro Sanchez y ZP, tienen una altura intelectual de cojones... y el librero chuleta Alfonsete Guerra no te digo... Bono pa' darle de comer aparte, con los perros... EL CAMPECHANO I il gran capo di tutta la merda PASTA.
AHORA A JODERSE CON EL KAOS PODEMITA cual cancer q se extenderá a todo el pais, castigo divino, OBISPETES DAN BULA DE IRPF bergogliano jesuita.