Javier Benegas [en Vozpopuli.com]
Hace ya algunos años tuve una curiosa experiencia. Visitaba
a un amigo, que recientemente había establecido su residencia provisional en un
bloque de cuatro pisos de altura, de aquellos que durante la época del boom hipotecario
florecieron por doquier.
Recuerdo que el edificio de marras era la típica
construcción residencial con amplias zonas comunes y ciertas pretensiones, pero
frío e impersonal, cuyos pisos y apartamentos eran de dimensiones reducidas,
por más que sobre el papel muchos dispusieran de dos y tres dormitorios. En
cuanto a los residentes, casi todos eran jóvenes de edades comprendidas entre los
20 y los 30, y
en su mayoría vivían en régimen de alquiler. Abundaban las parejas. Y
también los grupos de tres o cuatro individuos, que, con el fin de reducir
gastos, compartían vivienda.
Más allá de estas singularidades, lo realmente sorprendente
de aquel lugar es que, según me aseguró mi amigo, viviendo allí tanta gente en
edad de traer hijos al mundo, no había
en todo el bloque un solo niño. De hecho, no se escuchaba a lo largo y
ancho del edificio, ni provenientes de las zonas comunes ni de los
interminables accesos, los chillidos, las risas, los llantos o las carreras
atropelladas de los críos. La única nota
alegre y discordante era un pequeño perro, que iba y venía a su antojo,
agitando despreocupadamente el rabito, y al que los residentes trataban con un cariño
extraordinario; cariño que, es un suponer, habrían regalado a sus vástagos si
los hubieran tenido.
Lo cierto es que resultaba conmovedor, y a la vez inquietante,
observar cómo aquellos hombres y mujeres, que bordeaban la treintena y, en
algunos casos, la superaban con holgura, hablaban, acariciaban y hacían todo
tipo de carantoñas al perro. Y lo hacían con tanta humanidad, como si se
dirigieran a un igual, que era evidente que aquel chucho, si bien disfrutaba de sus atenciones, no podía corresponderlas en la
misma medida. Al fin y al cabo era un perro, no un niño.
Una España
en miniatura
Era aquel bloque de apartamentos una especie de
España en miniatura. Un lugar donde cada cual trataba de encontrar alguna
satisfacción en las cosas más variopintas. De puertas afuera, todo era buen talante
y sonrisas, al fin y al cabo abundaba la gente joven. Sin embargo, de puertas a
dentro, la incertidumbre y la ansiedad eran el pan nuestro de cada día.
Por
más que se emparejaran, no tenían descendencia. Muchos sencillamente no
podían permitírselo. Otros, entendían la paternidad como una carga incompatible
con su peculiar forma de vida. Sea como fuere, lo que antaño se entendía como “proyecto
vital” había sido sustituido por un estilo de vida alternativo, en el que los
viajes de aventura -cuando el dinero lo permitía-, las prolíficas relaciones
sociales y las mascotas habían de llenar toda una vida. Así pues, no era de
extrañar que la esperanza trotara por aquella comunidad encarnada en un perrito.
Vivir al
borde del precipicio
Aquello fue en 2008, el mismo año en el que la crisis
golpeó España con la violencia de una galerna de mediodía, haciendo aflorar súbitamente
la realidad de una sociedad alienada, desde la que era, y sigue siendo, muy
difícil mirar al futuro con optimismo. Y es que, debajo de la presunta y
tradicional algarabía española, de nuestro desenfado y propensión a la risa y a
la chifla, sigue estando muy presente ese fatalismo patológico, ese
tremendismo, que parece no tener cura. De hecho, nuestro problema no es ya la
falta de confianza en unas instituciones ocupadas por políticos trincones, porque
si de verdad nos lo propusiéramos podríamos echar abajo el actual statu quo y
transitar a una democracia clásica con todos sus atributos. No. Lo peor, con mucho, es la nula confianza
que muchos españoles tienen en sí mismos. Lo cual, con tal de salir del
atolladero, les lleva a dar por bueno lo pésimo.
Y es que, debajo de estas élites incompetentes y
chuscas, degradadas hasta lo inaudito, en las que incluso la corrupción
organizada deviene en chapuza, está la sociedad de la urgencia, de los
colectivos y las facciones en absoluto inocentes, de los intereses inconfesables
y de grupo, de la irresponsabilidad con mayúsculas y las emociones
desordenadas. La España acostumbrada a vivir al borde del precipicio, con lo
justo, siempre presta a transitar del resentimiento a la revancha, pero incapaz
de imaginar y compartir un proyecto común en el que la Libertad no se resienta.
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los sures Catolicones implosionan sin remedio ni humano ni divino.
ResponderEliminarel perro paco1 Jesuitas apostado en el Vaticano dará todas sus bendiciones DEMOLITIO.
Lo demás vendrá solito ya en breve. THE END .
Magnifico como siempre Sr Benegas. Esta falta de compromiso con el futuro que suponen los niños es un gesto mas de egoismo, comodidad y falta de vision por ellos y por España. Ya veremos quien carga con ellos dentro de 40 años.
ResponderEliminarGracias por darnos a compartir sus artículos que nunca defraudan.
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