viernes, 10 de octubre de 2014

Lo que Rajoy no dice a Artur Mas

Juan Manuel Blanco [en Vozpopuli.com]
Ante el reto secesionista catalán, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, se ha limitado a insistir en el estricto cumplimiento de la legalidad. Una obviedad que ningún dirigente necesita manifestar: se da por supuesto en cualquier Estado de derecho. Algo así como si pregonase solemnemente la prohibición de cometer delitos. Lo que Rajoy no explica a Artur Mas es el origen de esas leyes que el presidente autonómico amenaza con saltarse a la torera. Evita proclamar en público que el marco institucional ciertamente nefasto, caótico y disfuncional fue impulsado y determinado hace más de tres décadas por Convergencia: por aquéllos que ahora denuncian sus defectos para exigir la independencia.

No esperen que Rajoy reproche al nacionalismo catalán haber condicionado en su beneficio la legalidad española para arrojarla como un kleenex cuando ya no sirve a sus propósitos
"Mira, Artur, nos impusisteis un sistema autonómico disparatado y, pasado un tiempo, impugnáis vuestra propia propuesta. Para este viaje no hacían falta alforjas". No, no esperen que Rajoy traslade estos pensamientos a su discurso. Que reproche al nacionalismo catalán haber condicionado en su beneficio la legalidad española para arrojarla como un kleenex cuando ya no sirve a sus propósitos. Difícilmente admitirá Mariano que los pactos de la Transición fueron un auténtico despropósito, un enjuague infumable, eso sí, muy rentable para los que se repartieron la tarta. Un rosario de componendas a costa del ciudadano donde Caja Madrid, y sus tarjetas opacas, no fue más que un particular microcosmos, una pequeña muestra del generalizado apaño entre partidos, sindicatos, patronal y Casa Real, que caracterizó toda una época.
Sostenía el gran economista norteamericano Mancur Olson que las democracias poseen un notable talón de Aquiles, una potente deriva que las arrastra hacia la degeneración. Una tendencia a que el Estado sea tomado lenta y paulatinamente por minoritarios grupos de presión. Pero la tesis de Olson no se ajusta del todo al caso español. Los grupos de intereses no procedieron de forma pausada o gradual: capturaron completamente el sistema político con inusitada celeridad, prácticamente desde el minuto cero. Y se apropiaron indecorosamente del pastel con grave perjuicio para el ciudadano. Hoy no eres nadie si no perteneces a alguno de esos grupos.
El enjuague de la Transición
El mal llamado consenso de la Transición fracasó a la hora de fijar unas reglas del juego coherentes, diseñar los adecuados mecanismos de control o garantizar un funcionamiento neutral de las instituciones. Los partidos nacionales disponían de talento sobrado para confeccionar por sí mismos una soberana chapuza, pero el nacionalismo catalán aportó su crucial granito de arena: el carácter completamente abierto, extremadamente ambiguo del sistema autonómico. Tan indefinido que no se trataba de una organización territorial propiamente dicha sino de un proceso, un camino que podía llevar a casi cualquier lugar, siempre que se fueran alcanzando los oportunos cambalaches.
Un Título Octavo de chicle y plastilina permitía límites insospechados, siempre en beneficio de los partidos y sus caciques. La generalización a cuantas comunidades autónomas pudieran constituirse, el famoso “café para todos”, fue impulsada por los políticos nacionales al tomar conciencia de que la descentralización incontrolada multiplicaría exponencialmente los cargos a repartir entre sus miembros, extendería las garras partidistas hasta el último rincón del territorio para ordeñar la vaca con mayor eficacia.
"El Estatuto está agotado", fue el eufemismo para indicar que el flexible marco legal había llegado al tope de estiramiento
Los nacionalistas catalanes no cambiaron de criterio: siempre fueron partidarios de la independencia. Quizá hubiera sido más limpio y honrado manifestarlo desde el principio pero la sinceridad es un bien muy escaso en política, especialmente si impide participar en la intensa rapiña que ya apuntaba. El sistema autonómico no sería un fin sino un medio para conseguir sus metas, una vía que proporcionaría ingentes medios materiales para ir convenciendo a unos ciudadanos que, en su mayoría, no compartían tales fines. "El Estatuto está agotado", fue el eufemismo para indicar que el flexible marco legal había llegado al tope de estiramiento, que ya no permitía arañar más poder, más competencias. Era el momento de buscar otras vías por las que alcanzar sus mal disimuladas metas.
La estrategia a largo plazo marca la diferencia
Algunos protagonistas insinúan que el éxito del nacionalismo catalán se basó en su habilidad para engañar a los demás partidos, para hacerles creer que aceptarían por siempre el marco institucional vigente. Pero este extremo resulta poco convincente. El mal llamado consenso constitucional estuvo atestado de pícaros pero escaseaban los ingenuos; mucho granuja simpático, pocos tontos. Nadie resultó engañado. Los políticos de Convergencia no eran más avispados ni más tramposos que el resto. Tampoco menos corruptos. Pero mantenían una sustancial diferencia: los nacionalistas poseían una estrategia de largo plazo frente al planteamiento miope y cortoplacista de sus colegas. Esta ventaja sería crucial con el paso del tiempo. 
El mal llamado consenso constitucional estuvo atestado de pícaros pero escaseaban los ingenuos. Nadie resultó engañado
Adolfo Suárez y compañía les preocupaba poco el texto definitivo de la Constitución, mucho menos sus consecuencias a largo plazo. Lo importante era la foto final con todos los representantes sonriendo, esa estampa que permitía vender como reconciliación nacional lo que era reparto de un jugoso botín. Sabían que la bomba nacionalista estallaría algún día, especialmente si se cebaba concienzudamente pero ¿quién teme a una explosión que se demora décadas? Poco importa el futuro lejano cuando el presente ofrece una vida lujosa y regalada a costa del contribuyente. El apaño constitucional compraba tiempo aunque agravara el problema. "Ya lo resolverá quién venga detrás". El invento mantendría al nacionalismo catalán en el redil durante un tiempo, aun engordando en el pesebre del presupuesto hasta alcanzar un tamaño descomunal.
El reto soberanista no es una baladronada ni una treta para conseguir mejor financiación, que también. Es un envite serio, con un horizonte temporal que va mucho más allá del 9 de noviembre. Un órdago que, pese a su aparente inferioridad, tiene opciones de resultar exitoso pues se enfrenta, de nuevo, a unos dirigentes extremadamente cortoplacistas. A esos miopes que han gobernado España durante las últimas décadas con la vista en el más grosero día a día, sin comprender el significado de la palabra futuro. Artur Mas los conoce muy bien. 
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