Juan Manuel Blanco [en Vozpopuli.com]
El terrorismo islamista golpea de nuevo, atemorizando a una
opinión pública europea siempre propensa a asustarse de su sombra. Ahora la
consigna es no visitar Túnez. Mala solución. Nadie puede conjurar el riesgo
cerrando puertas, sellando fronteras, no saliendo al exterior: el peligro se
encuentra dentro. Europa ya no es
importador de islamistas sino productor y exportador, un fértil campo de
reclutamiento para grupos salafistas. Los terroristas no son sujetos
extraños, llegados de exóticos lugares, sino ciudadanos europeos, nacidos en
esta tierra o establecidos muchos años atrás. ¿Qué lleva a éstos sujetos a
tomar tan drástica decisión? ¿Quiénes se afilian al terrorismo? ¿Existe un
perfil típico del islamista?
La semana
pasada causó cierto estupor el caso de Amar
Ramdani, el terrorista colaborador de Amedi
Coulibaly, que vivió una temporada en España. Quiénes lo trataron no apreciaron
fervor religioso, rezos o visitas a la mezquita sino una
desmedida afición a las mujeres, el whisky y el tráfico de hachís. ¿Sorprendente? En absoluto. Aunque resulte
paradójico, la trayectoria de Ramdani es muy común entre islamistas que residen
en Europa. No se afilia a esos grupos el personaje ultrareligioso que viste
chilaba, calza babuchas y reza cinco veces de cara a la Meca, sino un musulmán
poco creyente, occidentalizado, de apariencia y actitud laica, incluso con
conducta licenciosa y disipada.
Un informe
del servicio secretobritánico MI5, filtrado al diario The Guardian, concluía
que los terroristas islamistas constituyen "una colección diversa de
individuos que no encajan en un perfil demográfico concreto". Provienen de
todos los estratos sociales, predominando la clase media. Su nivel de estudios es
medio alto: muchos han pasado por la universidad. Pero también hay sujetos con bajo
nivel académico. La edad oscila entre 18 y 35 años. Los hay solteros, casados,
con hijos o sin ellos. Ni la pobreza ni la ignorancia, ni otros rasgos
aparentes, pueden explicar la inclinación a abrazar el islamismo violento.
El denominador común
Pero al observar con más atención aparece una característica
común. La inmensa mayoría tiene un
pasado no religioso, o no musulmán, en alguna etapa anterior de su vida. Y
experimenta un súbito (re) descubrimiento del islam que conduce a una acelerada
radicalización. Por eso abundan los novatos en la práctica religiosa. En su libro Leaderless Jihad:
Terror Networks in theTwenty-First Century, Marc Sageman analiza la
trayectoria de 400 terroristas islamistas. Dos tercios provienen de familia más
bien laica, es decir, musulmana pero poco practicante. Una cuarta parte se crió
en familia muy religiosa pero muchos de ellos se apartaron del rezo y la
mezquita en una etapa posterior, a veces al emigrar a Occidente. Y un siete por
ciento son antiguos cristianos convertidos. Casi todos los islamistas poseen un
conocimiento muy superficial del Corán: algunos comenzaron a leerlo en prisión,
tras ser condenados por delitos comunes.
Hay jóvenes
procedentes de familias acomodadas de Oriente Medio, enviados a Europa para
estudiar. Adoptan el estilo de vida occidental pero se sienten aislados, solos,
poco integrados en un ambiente extraño. Acaban frecuentando la mezquita, no por
motivos religiosos sino buscando compatriotas, personas de su misma
procedencia. Allí encuentran el entorno de fraternidad y solidaridad que
buscaban y son reclutados por grupos radicales que aprovechan sus carencias
afectivas. Otros pertenecen a una segunda o tercera generación de inmigrantes
musulmanes. Criados en un ambiente laico, caen en la delincuencia: pequeños
robos o tráfico de drogas. Años después, desencantados de esa vida, se refugian
en la religión y son presa fácil de un
islamismo radical que conecta rápidamente con sus inclinaciones interiores:
culpar a los demás, en este caso a Occidente, de todos sus males.
El síndrome del converso
El fenómeno ha dado lugar a interpretaciones contrapuestas. Para algunos, estos
hechos indican que la religión musulmana no es responsable del terrorismo ni
supone amenaza para Occidente. El hecho de que muy pocos terroristas hayan sido
durante toda su vida devotos creyentes, demostraría que una sólida formación
religiosa actúa como vacuna contra las tentaciones islamistas. Para otros, por
el contrario, es la prueba definitiva de la incompatibilidad del islam con las
ideas surgidas de la Ilustración. El terrorismo se originaría al mezclar en algunas
mentes elementos antagónicos: creencias musulmanas con conceptos propios del
pensamiento liberal y democrático. Un coctel explosivo que conduciría al
desquiciamiento, a una politización extrema y radical del islam. Dos
argumentaciones un tanto parciales, poco matizadas, demasiado ambiciosas.
Los hechos apuntan a que los terroristas sufren el síndrome del converso, el descubrimiento súbito de una creencia
fanática, cerrada, totalitaria: la versión politizada del islam. Adoptan unas ideas
extremadamente sencillas, capaces de explicar el mundo con claridad meridiana,
sin dudas ni espacio para la crítica. Una doctrina ideal para mentes perezosas,
que separa tajantemente el bien del mal, ofrece soluciones simples a cada
problema.
Estos individuos resultan fácilmente manipulables por su sentimiento de
culpa, la necesidad de lavar un pecaminoso pasado o purgar su antigua condición
de infiel. Deben demostrar ante los demás que su falta de fe, su vida
desordenada o sus anteriores creencias cristianas han sido erradicadas de raíz.
Como el inquisidor Torquemada, notorio
converso, se muestran especialmente crueles e intransigentes con los infieles,
esos herejes degenerados que reflejan, como un espejo, su vida anterior. El
rencor hacia su pasado resuena como eco de ese odio a sí mismos que proyectan
hacia los demás.
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