miércoles, 25 de marzo de 2015

¿Islamistas bebedores? El perfil del típico Yihadista


Juan Manuel Blanco [en Vozpopuli.com]
El terrorismo islamista golpea de nuevo, atemorizando a una opinión pública europea siempre propensa a asustarse de su sombra. Ahora la consigna es no visitar Túnez. Mala solución. Nadie puede conjurar el riesgo cerrando puertas, sellando fronteras, no saliendo al exterior: el peligro se encuentra dentro. Europa ya no es importador de islamistas sino productor y exportador, un fértil campo de reclutamiento para grupos salafistas. Los terroristas no son sujetos extraños, llegados de exóticos lugares, sino ciudadanos europeos, nacidos en esta tierra o establecidos muchos años atrás. ¿Qué lleva a éstos sujetos a tomar tan drástica decisión? ¿Quiénes se afilian al terrorismo? ¿Existe un perfil típico del islamista?

La semana pasada causó cierto estupor el caso de Amar Ramdani, el terrorista colaborador de Amedi Coulibaly, que vivió una temporada en España. Quiénes lo trataron no apreciaron fervor religioso, rezos o visitas a la mezquita sino una desmedida afición a las mujeres, el whisky y el tráfico de hachís. ¿Sorprendente? En absoluto. Aunque resulte paradójico, la trayectoria de Ramdani es muy común entre islamistas que residen en Europa. No se afilia a esos grupos el personaje ultrareligioso que viste chilaba, calza babuchas y reza cinco veces de cara a la Meca, sino un musulmán poco creyente, occidentalizado, de apariencia y actitud laica, incluso con conducta licenciosa y disipada.

Un informe del servicio secretobritánico MI5, filtrado al diario The Guardian, concluía que los terroristas islamistas constituyen "una colección diversa de individuos que no encajan en un perfil demográfico concreto". Provienen de todos los estratos sociales, predominando la clase media. Su nivel de estudios es medio alto: muchos han pasado por la universidad. Pero también hay sujetos con bajo nivel académico. La edad oscila entre 18 y 35 años. Los hay solteros, casados, con hijos o sin ellos. Ni la pobreza ni la ignorancia, ni otros rasgos aparentes, pueden explicar la inclinación a abrazar el islamismo violento.

El denominador común

Pero al observar con más atención aparece una característica común. La inmensa mayoría tiene un pasado no religioso, o no musulmán, en alguna etapa anterior de su vida. Y experimenta un súbito (re) descubrimiento del islam que conduce a una acelerada radicalización. Por eso abundan los novatos en la práctica religiosa. En su libro Leaderless Jihad: Terror Networks in theTwenty-First Century, Marc Sageman analiza la trayectoria de 400 terroristas islamistas. Dos tercios provienen de familia más bien laica, es decir, musulmana pero poco practicante. Una cuarta parte se crió en familia muy religiosa pero muchos de ellos se apartaron del rezo y la mezquita en una etapa posterior, a veces al emigrar a Occidente. Y un siete por ciento son antiguos cristianos convertidos. Casi todos los islamistas poseen un conocimiento muy superficial del Corán: algunos comenzaron a leerlo en prisión, tras ser condenados por delitos comunes.

Hay jóvenes procedentes de familias acomodadas de Oriente Medio, enviados a Europa para estudiar. Adoptan el estilo de vida occidental pero se sienten aislados, solos, poco integrados en un ambiente extraño. Acaban frecuentando la mezquita, no por motivos religiosos sino buscando compatriotas, personas de su misma procedencia. Allí encuentran el entorno de fraternidad y solidaridad que buscaban y son reclutados por grupos radicales que aprovechan sus carencias afectivas. Otros pertenecen a una segunda o tercera generación de inmigrantes musulmanes. Criados en un ambiente laico, caen en la delincuencia: pequeños robos o tráfico de drogas. Años después, desencantados de esa vida, se refugian en la religión y son presa fácil de un islamismo radical que conecta rápidamente con sus inclinaciones interiores: culpar a los demás, en este caso a Occidente, de todos sus males.

El síndrome del converso

El fenómeno ha dado lugar a interpretaciones contrapuestas. Para algunos, estos hechos indican que la religión musulmana no es responsable del terrorismo ni supone amenaza para Occidente. El hecho de que muy pocos terroristas hayan sido durante toda su vida devotos creyentes, demostraría que una sólida formación religiosa actúa como vacuna contra las tentaciones islamistas. Para otros, por el contrario, es la prueba definitiva de la incompatibilidad del islam con las ideas surgidas de la Ilustración. El terrorismo se originaría al mezclar en algunas mentes elementos antagónicos: creencias musulmanas con conceptos propios del pensamiento liberal y democrático. Un coctel explosivo que conduciría al desquiciamiento, a una politización extrema y radical del islam. Dos argumentaciones un tanto parciales, poco matizadas, demasiado ambiciosas.

Los hechos apuntan a que los terroristas sufren el síndrome del converso, el descubrimiento súbito de una creencia fanática, cerrada, totalitaria: la versión politizada del islam. Adoptan unas ideas extremadamente sencillas, capaces de explicar el mundo con claridad meridiana, sin dudas ni espacio para la crítica. Una doctrina ideal para mentes perezosas, que separa tajantemente el bien del mal, ofrece soluciones simples a cada problema.


Estos individuos resultan fácilmente manipulables por su sentimiento de culpa, la necesidad de lavar un pecaminoso pasado o purgar su antigua condición de infiel. Deben demostrar ante los demás que su falta de fe, su vida desordenada o sus anteriores creencias cristianas han sido erradicadas de raíz. Como el inquisidor Torquemada, notorio converso, se muestran especialmente crueles e intransigentes con los infieles, esos herejes degenerados que reflejan, como un espejo, su vida anterior. El rencor hacia su pasado resuena como eco de ese odio a sí mismos que proyectan hacia los demás. 
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