miércoles, 11 de marzo de 2015

Lo dice Francisco González


Juan Manuel Blanco [en Vozpopuli.com]
El presidente del BBVA, Francisco González, destacó el pasado domingo la importancia de tener a partir de 2016 un gobierno estable, un ejecutivo que dure toda la legislatura. El color, su posición en el espectro político sería lo de menos, daría exactamente igual. Muy sutil el mensaje de González: en España, la ideología, las creencias políticas importan un comino. Pregonen lo que pregonen, todos los partidos acaban haciendo lo mismo. El impostado conflicto izquierda-derecha, ese señuelo que utilizaron los políticos para distraer al público, es pura engañifa. Una vulgar representación teatral donde los actores, tan peleones en el escenario, acababan pactando entre bambalinas. Y repartiéndose el pastel con poderosos grupos de presión. Rojos, azules, verdes, nada importa: sólo el color del dinero. Los partidos no ganan las elecciones para aplicar su programa: hacen el programa para ganar las elecciones. Mantenerse en el poder es el objetivo único y exclusivo.

La élite política descubrió hace tiempo la enorme rentabilidad que proporciona el poder. Y cambió ideales por puros intereses. Sin un marco de valores de referencia, sin un estricto sistema de controles y contrapesos, la política acaba convertida en un mercadillo persa, un cambalache en el que todo es negociable. Donde los gobernantes retuercen las leyes a capricho, sin límite alguno: colocan a los suyos a cargo del contribuyente, manipulan todas las instituciones, utilizan los servicios secretos con fines partidistas o usan pruebas de delitos como instrumento para chantajear al contrario.

Un capitalismo de amigotes

El imperio de la ley es desplazado por un esquema de pura arbitrariedad, de intercambio de favores. Bajo el manto de aparente competencia, imperan acuerdos del poder político con grandes corporaciones, unas alianzas para impulsar leyes, marcos regulatorios a medida de la banca o las grandes empresas. Un capitalismo de amigotes que reparte sus ganancias con los gobernantes por muy diversas vías. Los partidos reciben comisiones, regalos o condonaciones de créditos. Se multiplica el patrimonio de ciertos políticos, sea en áticos, hipódromos o cuentas en paraísos fiscales. Y ciertos ex gobernantes se incorporan a grandes empresas con elevados sueldos, desorbitadas dietas y reducidas obligaciones. Las famosas puertas giratorias, que pagan jugosos favores concedidos en el pasado.

Tal como señala el presidente del BBVA, lo fundamental para las grandes corporaciones no es el color del partido sino la estabilidad del gobierno. Siempre pueden llegar a acuerdos ventajosos con un nuevo ejecutivo, con independencia de su etiqueta. Pero frecuentes cambios de gobierno obligarían a una constante renegociación de las cláusulas, añadiendo notables costes e incertidumbres. Para ellos, no es importante quién gobierne sino cuanto tiempo gobierne.  

Asistimos, sin embargo, a una etapa de cambios acelerados, al crepúsculo de esos partidos que vertebraron el Régimen, garantizando tan vergonzosos apaños. Al surgimiento de nuevas formaciones, con caras nuevas, estilos distintos, que podrían erradicar las restrictivas prácticas del pasado. Y dejar a ciertos presidentes de grandes empresas con tres palmos de narices, obligados a competir en igualdad de condiciones con el resto. Pero también existe la posibilidad de que los nuevos partidos decidan mantener intacto el rentable statu quo, recrear las antiguas costumbres. Los mismos perros... con distintos collares. ¿Será suficiente un cambio de caras, savia nueva, otra hornada de gobernantes para transformar radicalmente la política española? Desgraciadamente, no.

La tremenda inercia del Régimen

El perverso sistema ha creado una dinámica tan correosa y arraigada que los recién llegados podrían acabar reproduciendo la vieja política, sucumbiendo a la intensa tentación del intercambio de favores. Las buenas intenciones no bastan: constituyen una fuerza arrolladora en el corto plazo, un potente arranque de entusiasmo. Pero se debilitan a la larga, consumidas por los perversos incentivos que generan unas instituciones inadecuadas. Los buenos impulsos acaban devorados por una maquinaria infernal que tiene lógica propia: un plano inclinado donde la ley de la gravedad devuelve inexorablemente la bola a la posición más baja. En Italia, la descomposición de los partidos tradicionales en los años 90 mejoró temporalmente la calidad de la política pero las reformas no fueron suficientes como para enderezar permanentemente el rumbo.

El entusiasmo, las ansias de cambio, deben aprovechar el empuje, la inercia inicial, para acometer esas radicales reformas que garanticen un correcto funcionamiento del sistema político. Que instauren instituciones neutrales e independientes, contrapesos, mecanismos eficaces de control del poder, sistemas de representación directa y adecuados métodos de selección de los gobernantes. Que reordenen el caótico y disfuncional sistema autonómico, asignando las competencias en interés de los ciudadanos, no en beneficio de los caciques. Los cambios deben ser lo suficientemente profundos como para transformar los incentivos y modificar las expectativas de los participantes. Deben romper la inercia, colocando el plano en su posición horizontal, fomentando una política con objetivos y visión de largo plazo.

Si los nuevos partidos se limitan a lanzar llamativas medidas económicas, a buscar a toda costa poder y cargos, a vender un mero cambio de caras como vía hacia la regeneración, presenciaremos inevitablemente una prolongación, una segunda parte del presente Régimen. Y seguirá importando muy poco el color del partido. Pero, ojo, el ambiente se encuentra muy caldeado: no está el público para muchas pantomimas, mascaradas, farsas ni trucos de prestidigitación. Mucho menos para perder una nueva oportunidad histórica. 
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