Juan Manuel Blanco [en Vozpopuli.com]
Una impactante noticia
sobresaltó la semana pasada a la opinión pública: Zapatero y Moratinos se
entrevistaban con Raúl Castro motu proprio, sin previo aviso al
gobierno, ni siquiera a su partido. Sin encomendarse a Dios ni al diablo.
Desmesurada alarma, cabreo supino. Habían traspasado las líneas rojas, puesto
en tela de juicio la esforzada, aunque nada eficiente, labor del ministro de
exteriores. Finalmente el episodio se aclaró a satisfacción de todas las
partes: los sagaces estadistas no había aterrizado en Cuba con el malévolo
propósito de retorcer la diplomacia española. Ni siquiera buscaban el cálido
aire del trópico, huyendo de los fríos vientos peninsulares. Su viaje era cuestión de negocios. Lo normal, business is business. Todo el mundo podía respirar tranquilo. ¿O,
quizás no? ¿Se debía el enojo a que estaban pisando el terreno de algún pez
gordo?
Resulta sorprendente
la cantidad de ex políticos españoles que acometen con éxito una actividad
comercial. Unos sujetos poco formados, sin oficio ni beneficio, que vivieron
siempre del partido, tan dotados para la empresa, la industria o el comercio
como un tarugo de madera, descuellan fácilmente en el mundo de los negocios
internacionales. Se convierten de la noche a la mañana en estrellas fulgurantes
de la industria y las finanzas, una sobrevenida combinación de Steve Jobs y George Soros. O cobran millonarias sumas como asesores, sin poseer
conocimiento alguno. Zapatero se las
ha ingeniado, incluso, para compatibilizar estos menesteres con su sueldo,
que no labor, en el Consejo de Estado. Una paguita pública por aquí, ciertos réditos de la alianza de civilizaciones por allá y algún ingreso extra por acullá:
no están los tiempos para rechazar eurillo alguno.
Se diría que la
política española es una escuela fantástica, capaz de convertir a reconocidos
zoquetes en verdaderos linces, en magos de los negocios. Pero no es más que
apariencia, un decorado de cartón que esconde, a veces, un pago por favores
concedidos en el pasado: las famosas puertas
giratorias. En otras ocasiones los
términos "negocio" o "asesoría" ocultan una actividad poco
confesable de intermediación en relaciones turbias, corruptas, siempre en
países con dudoso estado de derecho.
El intermediario, pieza clave en la corrupción
Para entrar en los
mercados de países poco fiables hacen falta padrinos, contactos, introductores,
intermediarios. He narrado alguna vez la historia de Dennis, un ciudadano inglés al que conocí en Tanzania hace algunos
años. Se trataba de un emprendedor que voló a África para abrir una importante
fábrica de refrescos que, según sus planes, abastecería el mercado local a un
precio inferior al vigente. Pero no consideró la peculiar estructura
institucional del país: las leyes que regulaban la actividad industrial eran tremendamente
complejas y enrevesadas. Obligaban a obtener un sinfín de permisos y licencias
para abrir una empresa. Y los trámites quedaban atascados indefinidamente. Solo
avanzaban si, en cada escalón, pagaba elevados sobornos a los responsables de
turno. En la práctica, eran los
gobernantes quienes decidían a voluntad y capricho qué empresas podían
establecerse y cuáles no
El sistema corrupto
impedía a los competidores participar en el mercado de bebidas, permitiendo a
la empresa privilegiada mantener elevados precios. Y enormes beneficios que
compartía con los gobernantes. Finalmente Dennis se vio obligado a renunciar a
sus propósitos y regresar a su país. Fracasó porque pretendió entrar en el mercado
por su cuenta, sin el apoyo de algún avezado intermediario. Al parecer, no es suficiente repartir
sobornos: hay que saber a quién, cómo y en qué condiciones comprar.
George Moody-Stuart,
un alto ejecutivo que pasó 30 años trabajando en la industria del azúcar en África,
el Pacífico Sur y el Caribe definió muy bien la situación en su libro, Grand Corruption:
Problem of Trade and Business in Developing Countries. "Los políticos que he conocido en el Tercer
Mundo oscilan entre maleantes extremadamente codiciosos y hombres honrados, con
elevados principios. Pero los primeros superan ampliamente a los
segundos". "El 5% de 2 millones de dólares puede mover a un alto
cargo, el 5% de 20 millones atraer a un ministro. Pero sólo el 5% de 200 millones de dólares es capaz de suscitar la atención
de un Jefe de Estado".
Pareciera que hablaba de España.
Las relaciones
corruptas de alto nivel resultan extremadamente complejas. Dado que los
acuerdos son verbales, no se firman ni son exigibles ante un tribunal, es
imprescindible lograr un elevado grado de confianza entre las partes. Los
vínculos son informales, de tipo personal: se basan en la simple certeza de que
nadie traicionará el pacto. Aparece aquí la figura del intermediario, auténtico especialista en estos intercambios,
alguien conocido por ambas partes, con experiencia, fama y reputación de haber
establecido, mantenido y garantizado relaciones corruptas en el pasado. Una
persona que sabe con quién contactar, que se mueve como pez en el agua en
ambientes políticos y empresariales. Y dispone de muchos contactos y relaciones
personales. Este sujeto ofrece a las partes la garantía que necesitan.
Cualidades del buen conseguidor
El propio Moody-Stuart definió las cualidades del buen conseguidor: "Para hacer bien su trabajo, los intermediarios deben ser individuos capaces
de hablar confortablemente con ministros, o incluso jefes de estado, pero
también con altos ejecutivos y directivos de grandes corporaciones".
Personas con relaciones en la política y la gran empresa. Y experiencia en el
intercambio de favores, en esas promiscuas relaciones que difuminan la frontera
entre lo público y lo privado, permitiendo agitadas mezclas. Quizá muchos políticos
españoles anden sobrados de experiencia y reputación en esas lides, cualidades
muy apreciadas en turbios ambientes. Pongan ustedes nombres y caras.
En ocasiones, los
intermediarios prestan un servicio adicional: desvincular aparentemente a la
empresa de la actividad corrupta, creando una separación o brecha artificiosa.
El empresario paga al conseguidor exorbitados emolumentos en concepto de
asesoría, buena parte de los cuales se destinarán a sobornar a los políticos.
Si algo se destapa, la empresa alegará que sólo contrató un servicio de
asesoramiento, que no es responsable del destino final del dinero. Se explican
así los desproporcionados honorarios que
cobran algunos por asesorar, un concepto que frecuentemente enmascara
actividades mucho menos honorables.
Nada sorprende ya en
la España del latrocinio, donde todo cargo político, del Rey al concejal, pasó
oportunamente por esa peculiar universidad del cambalache, el enredo y la
comisión. Hace poco supimos que Juan Carlos trasladaba su despacho al Palacio deOriente. ¿Qué actividades llevará
a cabo en tan regias salas? Difícil imaginarlo. O no tanto.
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