Juan Manuel Blanco [en Vozpopuli.com]
El ejemplo griego, donde el flamante Tsipras puede acabar renunciando a buena parte de su programa, muestra
nítidamente el corto vuelo de la emoción si no viene atemperada por un buen
repaso a los números. Tal derroche de entusiasmo topa de bruces con el mundo
real: dos más dos no llegan a sumar cinco por mucho empeño que se ponga. La tozuda
realidad refuta las promesas que sobrepasan el número de longanizas. El clientelismo, ese intento de los
gobernantes de contentar a parte de los electores, de comprar su voto, frena en
seco allí donde se acaba el dinero.
Para construir su sistema clientelar, ciertos regímenes como
el español intentaron dividir la ciudadanía en grupos diferenciados y, a través
de ciertas argucias, fraccionar los derechos por estamentos, crear grupos de
partidarios, aunque fuera repartiendo migajas. Pero a veces la dádiva era
engañosa, un truco de prestidigitación consistente en sustraer disimuladamente
dinero de un bolsillo e introducirlo en el otro con ostentación, jactancia y
grandes alharacas.
Los políticos aprovechan ventajosamente la asimetría, la diferente
percepción que los sujetos tienen de impuestos y ayudas. Muchos impuestos son borrosos, casi
invisibles para gran parte de los contribuyentes. Los asalariados olvidan la retención, esa parte del sueldo que,
como las meigas, existe aunque nadie
lo haya visto. La mayoría considera directamente su salario neto, olvidando los
impuestos. Y pocos consumidores se detienen a calcular el IVA cada vez
que pagan. Sin embargo, las ayudas y subvenciones son ostentosas, manifiestas y
palpables. El beneficiario las recibe con plena consciencia. Así, un sujeto puede sentirse privilegiado al recibir
una ayuda que proviene de su propio bolsillo.
En España el Sistema Autonómico, deleite
supremo de oligarcas y caciques, dio un paso adicional hacia la cuadratura del
círculo clientelar. Podía expandir el gasto, crear enormes redes
clientelares, estructuras administrativas, empresas públicas para colocar a los
amigos, sin necesidad de subir los impuestos: la función de recaudar correspondía
preferentemente al Estado. Se rompía definitivamente el débil nexo entre gasto
e impuestos, permitiendo a los políticos autonómicos conceder favores a granel,
y embolsarse jugosas tajadas, sin molestar al contribuyente. Los malos eran
otros.
Unos electores
monotemáticos
El clientelismo es un
fenómeno especialmente dañino porque subvierte los principios de la democracia,
convierte a muchos electores en seres monotemáticos, dependientes del favor
público. Esos votantes dejan de ejercer control sobre la política general pues
sólo tienen una pregunta en mente: ¿qué hay de lo mío? Por ello, un partido
puede ganar las elecciones defendiendo intereses puramente grupales: prometiendo
transferencias, ayudas, ventajas o prebendas a cada una de las facciones. Es la
famosa Coalición de Minorías, un concepto
descrito en 1957 por Anthony Downs
en su clásico "An Economic Theory of
Democracy". El votante valora el beneficio concentrado en su grupo
mientras desdeña el coste de la financiación, que se reparte entre toda la
sociedad. Al final, los ingresos de unos son costes para otros, en un juego
donde los verdaderos ganadores son los gobernantes.
Cuando la recaudación no alcanza para cubrir la intensa cacería
de votos, los políticos recurren a otra opción: esquilmar a los contribuyentes
futuros. Endeudarse, aprovechando las ventajosas condiciones de los préstamos. Los actuales problemas de deuda se
originaron antes de la crisis, cuando los gobernantes expandieron hasta el
límite las redes clientelares. La burbuja maquilló las cifras mientras
cebaba una devastadora bomba que estallaría cuando los mermados ingresos no
cubrieran más que una pequeña parte de las hipertrofiadas estructuras de gasto.
Los dolorosos recortes fueron la consecuencia final de una irresponsable
política dirigida a maximizar apoyos, votos y comisiones.
El populismo como
apoteosis del clientelismo
La profunda recesión económica y sus duras consecuencias aportan
un campo abonado para las promesas
populistas: devolver todas las prebendas que la crisis se llevó, anular de un
plumazo la austeridad, regresar a la abundancia a golpe de legislación. El
populismo no pregona la desaparición de los privilegios sino su generalización
a todos los ciudadanos, un imposible categórico. No pretende desmontar las redes
clientelares, más bien devolverles el esplendor de sus tiempos de gloria. Más
empleo público, más subvenciones, más transferencias, una quimera cuando hay
poca recaudación y las opciones de tomar prestado dependen de la buena voluntad
de otros. El discurso populista intenta generar confusión entre clientelismo y ayuda a los desfavorecidos. Pero una
cosa es apoyar a los necesitados y otra muy distinta favorecer a amigos y
partidarios a cambio de voto y apoyo. Y, por el camino, ayudarse a uno mismo.
Cierto que, en el caso griego, los acreedores tienen parte
de responsabilidad por prestar alegremente, con poca precaución. Pero la
discusión sobre el reparto de la culpa resulta ya irrelevante. En el momento
actual, ni los socios ni los organismos internacionales se muestran muy dispuestos
a relajar las condiciones para seguir prestando. Y la amenaza de abandonar el
euro ha dejado de asustar al personal.
Tsipras, Varufakis
y sus votantes han topado con el muro de la realidad. Los votos pueden decidir
el reparto de la tarta, la asignación del presupuesto. Pero ni las mayorías más absolutas pueden provocar
una ansiada lluvia de maná. Ni multiplicar panes y peces. Carecen del
mágico conjuro capaz de engordar el pastel a voluntad. Mejor aprender la
lección: examinar cuidadosamente, calculadora en mano, programas y promesas en las
próximas elecciones.
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en algunas regiones es de traca BANANERA, en Euzkadi, Cataluña, Valencia, Canarias, Andalucia....
ResponderEliminarMAFIADA POLITICA INSTITUCIONALIZADA, impune, rampante, contenta...
y no pasa nada, ....con GIL TAMAYO de putón del IRPF ni un mal cureta dirá un AY o un HUY.