jueves, 26 de febrero de 2015

Los límites del clientelismo


Juan Manuel Blanco [en Vozpopuli.com]
El ejemplo griego, donde el flamante Tsipras puede acabar renunciando a buena parte de su programa, muestra nítidamente el corto vuelo de la emoción si no viene atemperada por un buen repaso a los números. Tal derroche de entusiasmo topa de bruces con el mundo real: dos más dos no llegan a sumar cinco por mucho empeño que se ponga. La tozuda realidad refuta las promesas que sobrepasan el número de longanizas. El clientelismo, ese intento de los gobernantes de contentar a parte de los electores, de comprar su voto, frena en seco allí donde se acaba el dinero
Para construir su sistema clientelar, ciertos regímenes como el español intentaron dividir la ciudadanía en grupos diferenciados y, a través de ciertas argucias, fraccionar los derechos por estamentos, crear grupos de partidarios, aunque fuera repartiendo migajas. Pero a veces la dádiva era engañosa, un truco de prestidigitación consistente en sustraer disimuladamente dinero de un bolsillo e introducirlo en el otro con ostentación, jactancia y grandes alharacas.

Los políticos aprovechan ventajosamente la asimetría, la diferente percepción que los sujetos tienen de impuestos y ayudas. Muchos impuestos son borrosos, casi invisibles para gran parte de los contribuyentes. Los asalariados olvidan la retención, esa parte del sueldo que, como las meigas, existe aunque nadie lo haya visto. La mayoría considera directamente su salario neto, olvidando los impuestos. Y pocos consumidores se detienen a calcular el IVA cada vez que pagan. Sin embargo, las ayudas y subvenciones son ostentosas, manifiestas y palpables. El beneficiario las recibe con plena consciencia. Así, un sujeto puede sentirse privilegiado al recibir una ayuda que proviene de su propio bolsillo.

En España el Sistema Autonómico, deleite supremo de oligarcas y caciques, dio un paso adicional hacia la cuadratura del círculo clientelar. Podía expandir el gasto, crear enormes redes clientelares, estructuras administrativas, empresas públicas para colocar a los amigos, sin necesidad de subir los impuestos: la función de recaudar correspondía preferentemente al Estado. Se rompía definitivamente el débil nexo entre gasto e impuestos, permitiendo a los políticos autonómicos conceder favores a granel, y embolsarse jugosas tajadas, sin molestar al contribuyente. Los malos eran otros.

Unos electores monotemáticos

El clientelismo es un fenómeno especialmente dañino porque subvierte los principios de la democracia, convierte a muchos electores en seres monotemáticos, dependientes del favor público. Esos votantes dejan de ejercer control sobre la política general pues sólo tienen una pregunta en mente: ¿qué hay de lo mío? Por ello, un partido puede ganar las elecciones defendiendo intereses puramente grupales: prometiendo transferencias, ayudas, ventajas o prebendas a cada una de las facciones. Es la famosa Coalición de Minorías, un concepto descrito en 1957 por Anthony Downs en su clásico "An Economic Theory of Democracy". El votante valora el beneficio concentrado en su grupo mientras desdeña el coste de la financiación, que se reparte entre toda la sociedad. Al final, los ingresos de unos son costes para otros, en un juego donde los verdaderos ganadores son los gobernantes. 

Cuando la recaudación no alcanza para cubrir la intensa cacería de votos, los políticos recurren a otra opción: esquilmar a los contribuyentes futuros. Endeudarse, aprovechando las ventajosas condiciones de los préstamos. Los actuales problemas de deuda se originaron antes de la crisis, cuando los gobernantes expandieron hasta el límite las redes clientelares. La burbuja maquilló las cifras mientras cebaba una devastadora bomba que estallaría cuando los mermados ingresos no cubrieran más que una pequeña parte de las hipertrofiadas estructuras de gasto. Los dolorosos recortes fueron la consecuencia final de una irresponsable política dirigida a maximizar apoyos, votos y comisiones.   

El populismo como apoteosis del clientelismo

La profunda recesión económica y sus duras consecuencias aportan un campo abonado para las promesas populistas: devolver todas las prebendas que la crisis se llevó, anular de un plumazo la austeridad, regresar a la abundancia a golpe de legislación. El populismo no pregona la desaparición de los privilegios sino su generalización a todos los ciudadanos, un imposible categórico. No pretende desmontar las redes clientelares, más bien devolverles el esplendor de sus tiempos de gloria. Más empleo público, más subvenciones, más transferencias, una quimera cuando hay poca recaudación y las opciones de tomar prestado dependen de la buena voluntad de otros. El discurso populista intenta generar confusión entre clientelismo y ayuda a los desfavorecidos. Pero una cosa es apoyar a los necesitados y otra muy distinta favorecer a amigos y partidarios a cambio de voto y apoyo. Y, por el camino, ayudarse a uno mismo.

Cierto que, en el caso griego, los acreedores tienen parte de responsabilidad por prestar alegremente, con poca precaución. Pero la discusión sobre el reparto de la culpa resulta ya irrelevante. En el momento actual, ni los socios ni los organismos internacionales se muestran muy dispuestos a relajar las condiciones para seguir prestando. Y la amenaza de abandonar el euro ha dejado de asustar al personal.

Tsipras, Varufakis y sus votantes han topado con el muro de la realidad. Los votos pueden decidir el reparto de la tarta, la asignación del presupuesto. Pero ni las mayorías más absolutas pueden provocar una ansiada lluvia de maná. Ni multiplicar panes y peces. Carecen del mágico conjuro capaz de engordar el pastel a voluntad. Mejor aprender la lección: examinar cuidadosamente, calculadora en mano, programas y promesas en las próximas elecciones.


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1 comentario:

  1. en algunas regiones es de traca BANANERA, en Euzkadi, Cataluña, Valencia, Canarias, Andalucia....

    MAFIADA POLITICA INSTITUCIONALIZADA, impune, rampante, contenta...

    y no pasa nada, ....con GIL TAMAYO de putón del IRPF ni un mal cureta dirá un AY o un HUY.

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