martes, 21 de diciembre de 2010

La crisis de deuda y la política del corto plazo

Juan Manuel Blanco
Mirando con cierta perspectiva, no resulta descabellado afirmar que una buena parte de nuestra apurada situación económica tiene profundas causas políticas. En concreto, esa tendencia de los gobernantes a favorecer aquellas medidas que suponen un beneficio político a corto plazo pero que pueden resultar perjudiciales para el país a la larga y a desechar aquellas otras que, aun pudiendo ser dolorosas a corto plazo, constituirían el remedio a nuestros males estructurales.

Se acepta generalizadamente desde hace años que el comportamiento de los poderes públicos, lejos de estar guiado siempre por la bondad y la benevolencia, tiende a responder, más bien, a los intereses de los dirigentes. Los gobernantes buscarían primordialmente su mantenimiento en el poder (para poder disfrutar de todas las ventajas que proporciona), favoreciendo aquellas políticas cuyo efecto positivo se manifieste antes de las elecciones y descartarían aquellas que actúen a un plazo más largo. Pero el sistema político español exacerba todavía más esta euforia cortoplacista: los gobiernos tienden a tomar las medidas que mantengan o acrecientan su popularidad en las frecuentes encuestas de opinión. No hay que olvidar que la posición del líder del partido se consolida cuando las perspectivas electorales son buenas y hay posibilidad de repartir más cargos. Así, decisiones que, a la larga, se demuestran monumentales errores, pudieron tener en su día una justificación política. Y es que nos encontramos, en muchos casos, ante una inconsistencia temporal, un fenómeno por el que la sucesión de decisiones que pudieran ser convenientes en el corto plazo ciertamente constituyen una estrategia desastrosa en el largo plazo.

Así, los desequilibrios presupuestarios actuales se deben en parte a la crisis pero también a desacertadas decisiones del pasado. Los ingentes ingresos fiscales procedentes de la burbuja inmobiliaria se utilizaron imprudentemente para expandir la administración (especialmente en las autonomías), para crear redes clientelares (a mayor gloria de los nuevos caciques regionales) y para favorecer a ciertos grupos de presión. Así, los ingresos temporales iban convirtiéndose en gastos permanentes: algo insostenible en el largo plazo pero con mucha lógica en la política de captación del voto.
cuando el crecimiento es elevado, los políticos tienden a expandir el gasto hasta el límite, considerando que su fortuna no se apagará en los años venideros
Un Estado puede incurrir en déficit de manera recurrente sin que ello suponga un grave problema pero para ello es imprescindible que la economía crezca a tasas elevadas. Precisamente por ello, cuando el crecimiento es elevado, los políticos tienden a expandir el gasto hasta el límite, considerando que su fortuna no se apagará en los años venideros. Cuando desapareció la perspectiva de crecimiento, los gastos comenzaron a superar de manera insoportable a los ingresos pero los gobernantes pensaron que España no tendría ningún problema en colocar su deuda. Al fin y al cabo, nuestro tasa de endeudamiento no era muy elevada si se compara con la de los países de nuestro entorno.

Desgraciadamente, los mercados financieros (es decir, aquellas personas que prestan) poseen una visión distinta a la de los políticos: no consideran meramente el corto plazo sino que son capaces de otear el horizonte y anticipar los problemas que pudieran parecer lejanos en el futuro, exigiendo para arriesgar su dinero un elevado tipo de interés que compense el riesgo en el que están incurriendo. De este modo, los denostados “especuladores” conocen nuestro tremendo déficit fiscal estructural (que no se solucionaría saliendo de la crisis), nuestras escasas perspectivas de crecimiento y la previsible incapacidad de nuestros políticos para llevar a cabo reformas que a) reduzcan permanentemente el gasto estructural (desmontando estructuras y redes clientelares, ejerciendo un control sobre el desbarajuste autonómico) b) racionalicen el sector financiero, especialmente en lo concerniente a las cajas de ahorros (con la enorme red de intereses caciquiles) c) reduzcan nuestra elevada tasa de desempleo de equilibrio cambiando nuestro arcaico sistema de negociación colectiva o d) pongan un poco de orden en el oneroso sector energético. El “inconveniente” de estas reformas consiste en que su beneficio no se obtiene de manera inmediata sino en el largo plazo.

Esta justificada desconfianza en la política española por parte de los que nos prestan es lo que da lugar de forma recurrente a las tormentas financieras, con una enorme elevación de la prima de riesgo de la deuda española y con imprevisibles consecuencias para el Sistema Monetario Europeo. No es de extrañar que los dirigentes europeos presionen duramente a los nuestros para que tomen las medidas que eviten todo el desaguisado. Sin embargo, casi todo lo que sale de la factoría gubernamental son medidas para salir del paso, esperando con ello tranquilizar a los mercados, como pretendiendo calmar el hambre de un tigre con una minúscula chuleta. Los políticos piensan quizá que, aunque el precipicio se encuentra ya al alcance de la vista, todavía quedan unos metros de margen antes de comenzar a frenar. Y es que, lo que para el común de los mortales es inminente, para un político cortoplacista puede parecer toda una eternidad.

A pesar de su desastrosa gestión, resulta demasiado simplista pensar que la salida del poder de José Luis Rodríguez Zapatero aplacará todos los males. Al fin y al cabo, Zapatero es sólo el síntoma, el máximo exponente de una grave enfermedad que se ha adueñado de nuestra política: la visión miope de corto plazo y la primacía de los intereses de los políticos sobre los de aquellos que pagan todo este circo, los ciudadanos Más vale prevenir para el futuro y acometer las reformas legales, estructurales y políticas capaces de cambiar los incentivos de los gobernantes, impulsándolos a actuar con una lógica de más largo plazo, buscando el bienestar de la ciudadanía. Una de las muchas necesarias sería la limitación de la discrecionalidad en la política fiscal, obligando por ley, por ejemplo, a que el presupuesto estructural (aquel que no depende del ciclo económico) deba mantenerse equilibrado y, por tanto, que déficits y superavits se produzcan, tan sólo, como consecuencia del ciclo económico. El poder de gastar sin límites ni cortapisas es un juguete demasiado apetecible y adictivo como para dejarlo completamente en manos de los políticos, aún en épocas de bonanza económica.

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