miércoles, 16 de abril de 2014

Críticas, no quejas

Juan Manuel Blanco [en Vozpopuli.com]
El visible deterioro de la situación económica y política ha extendido el disgusto y la decepción entre los ciudadanos españoles. La credibilidad de las instituciones, comenzando por el Rey, ha descendido hasta niveles impensables hace pocos años. Mientras la crisis rompía en mil pedazos el espejismo vendido como realidad, el latrocinio de varias décadas salía finalmente a la luz. Partidos convertidos en instrumentos para el enriquecimiento de sus dirigentes, redes clientelares insondables, conseguidores de alto copete, comisiones multimillonarias por negocios en el Golfo, son algunos de los elementos constitutivos de un panorama desolador. Y generadores de amplia sorpresa e indignación
Dos reacciones caben ante tales circunstancias, dos posturas que, aún pareciendo similares, son muy distintas: la queja y la crítica. La queja, el lamento, es la mera expresión de contrariedad, hartazgo o disgusto. Una reacción derrotista e impotente ante una situación sin remedio, sobre la que sólo cabe desahogo. Mucho más constructiva es la crítica racional, el análisis e identificación las causas profundas del desaguisado para proponer los necesarios cambios.
Así, ante las deplorable situación de la Corona, hay quien enfatiza los defectos de Juan Carlos, o de su dinastía, lamentándose o despotricando ante un deterioro sin solución. Pero resulta más productivo analizar las claves institucionales que desembocaron en la flagrante ausencia de ejemplaridad real: una Constitución donde el Monarca no está sujeto a responsabilidad ni a obligación de rendir cuentas. Y donde la Corona se encuentra exenta de los más elementales controles. Por ello no cabe la mera abdicación. Si España decidiese continuar con la Monarquía tras un imprescindible referéndum, la regulación debería ser radicalmente distinta.
La responsabilidad personal se difumina
La clase política ha fomentado el surgimiento de una ciudadanía quejumbrosa, blanda, poco crítica, en un intento de convertir a los individuos en masa. Y la clave se encuentra en la progresiva pérdida de responsabilidad individual, ante la engañosa expansión de supuestos "derechos" y la disolución de los correspondientes deberes. En el fondo, es el "derecho" a que el poder te cuide, te mime, te halague con sutil demagogia, garantice tu felicidad... siempre que sigas al rebaño, renuncies a pensar por tu cuenta. Un engaño dirigido a justificar la conducta de la casta política, a arrinconar definitivamente una organización de la sociedad basada en el mérito y el esfuerzo.
Un marco tramposo, paternalista, en el que los políticos deciden por el ciudadano, tratándolo como un niño, con pocos deberes, mientras conculcan los verdaderos derechos: una eficaz representación, un gobierno transparente, controlado, forzado a rendir cuentas. La auténtica democracia no puede funcionar sin una fuerte apelación a los deberes ciudadanos, ese compromiso del votante a dedicar tiempo y esfuerzo para elegir conscientemente a su representante. No es posible sin el deber cívico de vigilar y controlar constantemente al poder, identificar fallas del sistema y exigir las oportunas reformas. 
La ausencia de responsabilidad fomenta una concepción determinista del mundo, esa percepción de que los procesos políticos son inmunes a la acción ciudadana consciente. La creencia de que los males están causados por una maldición bíblica. Una visión que conduce irremediablemente al lamento y a la resignación: "La enfermedad está en nuestra cultura, en nuestra forma de ser, en nuestros genes. Inútil esforzarse pues nada cambiará". Sirve como excusa para transferir la propia responsabilidad y justificar la pasividad, la inacción ante las dificultades graves. Muchos sobrevaloran el efecto de la cultura, la idiosincrasia, e infravaloran la tremenda influencia del ejemplo, del grupo, del ambiente, sobre la voluntad individual. La catástrofe no es producto del carácter o la cultura de un pueblo sino del incorrecto planteamiento de las instituciones, las normas, los incentivos o los sistemas de selección. Unos mecanismos que pueden transformarse por la acción humana. Ni el futuro está escrito ni el verdadero ciudadano puede desprenderse de su responsabilidad, de sus deberes. 
El trío de la bencina
El concepto de responsabilidad personal, la idea de que cada individuo puede y debe decidir su propio destino, es consustancial a la sociedad abierta, a los regímenes democráticos, a los sistemas de libre acceso. Permite al sujeto mantener su independencia de criterio frente al grupo, frente a las presiones del ambiente. La persona responsable, consciente de sus derechos y deberes, no resulta tan fácil de adoctrinar. Y se muestra mucho más inclinada a exigir cuentas a los gobernantes que a esperar de ellos el favor. A menor responsabilidad más conformismo, menos iniciativa para criticar al poder, más infantilismo y mayor sometimiento a la manipulación. Y muchas más quejas y pataleos ya que el individuo dependiente se siente incapaz de proponer remedios, de tomar las riendas. Esa perversa combinación de derechos ilimitados, pero imposibles de satisfacer, con escasos deberes, acaba generando un sentimiento de impotencia que conduce a descalificar de locos o ingenuos a quienes ejercen la crítica y formulan soluciones.
La crisis económica ha devastado la credibilidad del sistema. Pero más impactante que el descenso del nivel de vida ha sido el descubrimiento de la falsedad de las promesas. Por ello resulta llamativo el caso de Cataluña, donde la casta política ha tenido la habilidad de transferir a otros sus propias culpas y formular nuevas promesas, un renovado conjunto de derechos sin responsabilidades que, como siempre, conducirán al rebaño a un paraíso con ríos de leche y miel, donde todas las dificultades se resolverán por arte de magia. Sorprendentemente, un porcentaje demasiado elevado de ciudadanos ha vuelto a caer en la absurda trampa. Hace falta una reforma constitucional, sí, pero de ningún modo la que proponen personajes como Juan Carlos, González y Roca, de cuyos polvos en la Transición vienen estos lodos. Solo falta que Herrero de Miñón, con su teoría de la interpretación de las leyes a placer y conveniencia, se añada a este "trío de la bencina" para alcanzar el desastre perfecto. Hay sujetos que nunca han resuelto problemas pero viven de crearlos... y de buscar con empeño las soluciones equivocadas. Siempre con el dinero de los demás, claro.
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