miércoles, 31 de diciembre de 2014

El discurso de Juan Carlos II

Juan Manuel Blanco [en Vozpopuli.com]
Pocos fenómenos resultan tan sorprendentes en la reciente historia de España como la expectación que suscita cada año el mensaje de navidad del Rey. Un discurso siempre trufado de simplezas, ambigüedades, lugares comunes, construido con esa superficialidad y nadería dignas de la gaseosa rebajada con un generoso chorro de agua. Tan previsible como el sempiterno giro del bombo en el sorteo de la lotería. Es natural que muchos observadores presten más atención a la forma que al fondo, a los elementos no verbales de la insoportable alocución: la expresión del monarca, la mirada, sus ademanes, la forma de sentarse, la posición de las manos o los ridículos elementos colocados para la ocasión por un torpe director de atrezzo. Año tras año, sumidos en un ambiente de insufrible peloteo, de estomagante adulación, pocos osaron advertir que el Rey estaba desnudo... o al menos con demasiada frecuencia.
Vivimos en un país en que importa muy poco lo que se diga... y mucho quien lo diga. Donde la superficie, la apariencia, la palabrería hueca se impuso por goleada al fondo, al razonamiento, al argumento. El continente siempre dominó al contenido. Pero este año existía mucho más morbo, una enorme curiosidad para presenciar la actuación de un nuevo locutor. Tras repetirse más que el ajo durante décadas en su insoportable levedad, Juan Carlos pasaba el testigo a su hijo suscitando ciertas esperanzas de cambio. Una transformación en la puesta en escena o en el mensaje; preferiblemente en ambos. Todo en vano: las malas costumbres difícilmente se abandonan. La tele volvió a ofrecer una redacción de alumno de bachillerato recitada en la fiesta de su cole. Dicen que la historia se repite siempre dos veces, pero la segunda suena ya a chirigota.
El secreto de los discursos consiste en no decir nada incisivo, no mojarse ni pronunciar idea polémica. Señalar que hay problemas pero que se van a solucionar, sin especificar cómo. Pronunciar las frases que están en boca de todos, pero matizarlas a continuación para que puedan interpretarse al derecho o al revés, a gusto de tirios y troyanos. Decir sin llegar a decir, amagar sin llegar a dar, para que las palabras tengan mismo efecto que el sol atravesando un cristal. Un producto digno de figurones de la casa, esos relumbrones obsesionados en evitar cualquier atisbo de polémica que ponga en peligro su estabilidad en el cargo.
Hermeneutas, pelotas y tiralevitas 
Tras la alocución aparecen invariablemente exégetas y hermeneutas mediáticos, esforzados intérpretes de la claves ocultas del mensaje, los giros, los gestos, los silencios, el decorado, esos arcanos que obligatoriamente debe poseer tan plano y ordinario discurso. Una labor tan abrumadora como sacar jugo del rabo de pasa. Y regresan los pelotas y tiralevitas, ésos que por garantizar la supervivencia de su medio, o por no cerrarse las puertas en su aspiración a un puesto, describieron siempre a Juan Carlos como quintaesencia de virtudesbautizando la grosería, la ordinariez o la mala educación como campechanía. Ahora vuelven a la carga con Felipe: un pretendido reformador, un estricto puritano completamente alejado de las peligrosas inclinaciones de su padre, de esas dudosas actividades cuya existencia no descubrieron hasta hace dos viernes. Hasta el líder de Podemos, Pablo Iglesias, se ha sumado a esa patulea de aduladores que disfrutan como cosacos dando jabón al Rey por toneladas. Algunos se precipitaron por no esperar al día 28 para proferir tales loas y panegíricos. Hay quien sigue sin comprender que la ausencia de crítica y control es la principal fuerza que corrompió la Corona. 
Señaló el Rey que la lucha contra la corrupción es un objetivo prioritario y, sin embargo... que la mayoría de los políticos son honrados. Entonces, ¿a qué tanta preocupación por una corrupción excepcional y minoritaria? Una vela a Dios y otra al diablo, pasando de puntillas por asuntos más cercanos, especialmente cruciales. No resulta tan relevante que su hermana se encuentre imputada y abocada a un juicio oral: ocurre en las mejores familias. Lo realmente grave es el vergonzoso trato de favor que Cristina ha recibido por parte de fiscalía, hacienda o abogacía del Estado. Esas enormes trabas, presiones y zancadillas que organizó el establishment para evitar su procesamiento. Sobre este asunto, que muestra la aborrecible naturaleza de un régimen más al servicio de los poderosos que del bien común, Felipe corrió un telón de silencio con cierto aroma a connivencia cómplice.
Toma el dinero y corre
Pero la verdadera espada de Damocles del nuevo Rey es la oscura fortuna de Juan Carlos,su controvertido origen. Si Felipe desea hablar de corrupción con todas sus consecuencias, y de paso obtener la legitimidad que necesita la monarquía, sólo tiene un camino: coger el toro por los cuernos, expresar una rectificación nítida y clara. Condenar las comisiones por compra de petróleo, y otros negocios opacos del pasado, comprometerse a dar los pasos necesarios para que todos esos fondos sean devueltos a su legítimo propietario: el pueblo español. Todo lo demás es palabrería inútil, la búsqueda de una nueva ley de olvido, de punto final. Una versión renovada del "toma el dinero y corre". ¿O  quizá piensa heredar esa fortuna cuando llegue el momento, mirando hacia otro lado, haciéndose el despistado como si nada hubiera ocurrido? Y pretender que todo el mundo asienta con una sonrisa y una reverencia. Nuestras élites tienen demasiado interiorizada esa exasperante visión de corto plazo que conduce a procrastinar, a aplazar los problemas, a cebar devastadoras bombas de racimo que estallarán tarde o temprano. 
España está cambiando: ya no traga los embustes, ocultaciones y manipulaciones del pasado. Es hora de abrir ventanas, ventilar habitaciones, levantar alfombras, retirar de una vez las toneladas de basura acumulada. La legitimidad de la monarquía no puede sustentarse en unos pretendidos derechos históricos, en la costumbre o en el temor al cambio sino en la aceptación mayoritaria de los ciudadanos. Ante la pérdida de la potestas, el Rey necesita una enorme auctoritas para mantener sus prerrogativas. Reglas claras, transparencia, ejemplaridad y rendición de cuentas son las claves para el futuro que se avecina. No discursos banales, secretismo, lugares comunes o fruslerías.
Tengan un feliz año nuevo
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